APADRINANDO PALABRAS: ALMONA, PAJARETA, PIQUERA, CAMAL, ACIAL, TROJE, BIELGO, COLLERA, HORCATE...
Juan y Fermín eran amigos y vecinos. Todas las tardes, después de salir de la escuela, se juntaban en la calle, llevando cada uno en la mano la merienda, normalmente, un pañaceite con azúcar o la onza de chocolate y el trozo de pan. Tampoco les faltaba la pelota de goma, que los Reyes Magos les habían dejado en los zapatos, colocados debajo de la chimenea, y que tanta ilusión les había hecho. Los Reyes les habían prometido que el año próximo, en vez de pelota, les traerían, nada más y nada menos que un balón de reglamento, de esos de cuero, de los de verdad. Una tarde de invierno habían quedado citados para ir a la era de “la gibaílla” a jugar al fútbol, pero se oscureció y empezaron a caer unas grandes gotas de lluvia, procedentes de unos negros nubarrones, cubriendo pronto la calle, y notándose en el ambiente cierto olor a tierra mojada. Ello hizo que tuviesen que resguardarse debajo del alero de un balcón.
-¡Vaya –dijo Juan. Hoy no podremos ir a la era a jugar al fútbol!
-Bueno -dijo Fermín. No importa. Si quieres, iremos a mi casa. Allí podemos hacerlo sin mojarnos.
Dicho y hecho. Ambos no se lo pensaron. Corriendo, llegaron a la casa de Fermín, metiéndose con rapidez en el zaguán. Fermín asió la aldaba o el llamador de hierro, con la forma de un puño abarcando una bola, y lo golpeó varias veces contra una chapa también metálica de la puerta. Abrió la puerta su madre y, corriendo, le dijo Fermín que iban a jugar a la almona, porque estaba lloviendo. Cruzaron un portal y un amplio salón, llegaron a un patio con muchas macetas y una parra, y siguieron hasta una antigua cuadra, en la que aún existían algunos pesebres. De allí pasaron a una amplia nave, en la que sobresalían en el centro unos pilones y pilas, hechos de obra, que aparentaban ser muy viejos, pues tenían muchos desperfectos. Cuando se tranquilizaron, ambos amigos se sentaron y siguieron dando bocados al pañaceite. Juan preguntó a Fermín:
-¿Para qué sirve esta nave?
-Todos le decimos almona, que significa fábrica de jabón. Dice mi padre que mi abuelo, su padre, hacía aquí jabón y lo vendía en una tienda que tenía.
-Nunca había oído esa palabra –dijo Juan.
Ambos recorrieron la nave y vieron que en los pilones y tinas ya no había jabón, ni aceite ni sosa cáustica con los que se hacía. Unos estaban vacíos y en otros había trastos viejos y muebles rotos.
La madre de Fermín entró en la almona con Antonio y Miguel, otros amigos de los anteriores.
-Estos amigos han venido preguntando por vosotros y les he dicho que estabais jugando aquí.
-Hola –dijo Antonio. No sabíamos dónde estabais, aunque nos lo hemos figurado. ¿Qué hacéis?
-Le estoy enseñando la almona a Juan –dijo Fermín. En esta nave se hacía jabón hace muchos años. Por eso se llama así.
-¿Hoy no se hace? –dijo Miguel.
-No. Dijo Fermín. El jabón se hace en grandes fábricas y nuestras madres lo compran en las droguerías y perfumerías.
-Mi abuela dice que ella hacía jabón antes y que era muy bueno, dijo Juan.
Los pañaceites se agotaron y las ganas de jugar les hizo que pronto olvidaran el tema del jabón y cogieran la pelota para formar dos equipos de dos jugadores cada uno, formando las porterías con palos viejos.
El poco número de jugadores, las reducidas dimensiones de la almona y el estorbo de los pilones, hicieron que pronto se cansaran de jugar.
-¿Queréis que subamos al pajar? -dijo Fermín.
-Sí –dijeron los demás.
Pasaron a la cuadra y abrieron una pequeña puerta de madera, entrando en la pajareta, donde caía la paja desde el pajar y desde donde se distribuía a los pesebres para alimento de los mulos, yeguas, asnos y caballos, que servían para hacer las faenas agrícolas. Subieron a través de unas estacas clavadas en un ángulo de la pared y llegaron al pajar.
Era un espacio grande, encima de la cuadra y de la almona. Al principio, notaron que estaba oscura, aunque al poco tiempo, empezaron a ver resquicios de luz, que entraban por las rendijas de la piquera, una pequeña puerta. Casi a tientas, llegaron a ella, descorrieron con dificultad el viejo y mohoso cerrojo, y la claridad inundó parte del pajar.
-Esta ventana se llama piquera –dijo Fermín.
-¿Piquééé… -dijeron al unísono los amigos.
-Piquera –volvió a repetir Fermín. La paja la traían antes de la era en carros; la vaciaban en la calle, en el borde de la acera, y con el bielgo o bieldo la lanzaban al pajar, a través de esta piquera. Un hombre, que estaba aquí, la iba distribuyendo por el pajar hasta que se llenaba.
Con la luz que entraba por la piquera, poco a poco, los amigos fueron comprobando que aún quedaban restos de paja en las paredes y en algunas zonas del suelo, aunque también había muchas telarañas en las paredes. Vieron también viejos aperos de labranza, como horcates, palas, hoces, cribas, arados, ruedas dentadas de trillas y muebles desvencijados, como sillas de anea, con el asiento roto, mesas, mecedoras con la lona desprendida, tarimas, damajuanas sin forro, muñecas sin pelo, bicicletas sin ruedas y hasta un camal, colgado de la pared, de las antiguas matanzas… Todo ello, les hacía creer que habían llegado a un castillo encantado y su imaginación les hacía recorrer torres, fosos, puentes levadizos y hasta el dragón, que era dueño del mismo por un hechizo.
Nuestros amigos estaban juntos y algo asustados, por lo que no se atrevían a separarse, ante el temor de que detrás de cualquier mueble saliera algún bicho peligroso. De pronto, un palomo emprendió un vuelo alocado y veloz desde el nido de un rincón hasta un agujero del techo por el que se comunicaba con el exterior, haciendo que todos se llevaran un gran susto, emprendiendo una veloz carrera hacia la pajareta. En aquel momento, la voz de la madre de Fermín, llamándolos, les hizo vencer al miedo y bajar en orden y riendo los peldaños de la pajareta. Fermín fue el último en bajar, después de haber corrido el cerrojo de la piquera.
-Fermín –dijo la madre. Es tarde y hay que hacer los deberes de mañana.
Los amigos se despidieron de Fermín hasta el día siguiente. Ellos también tenían que hacer deberes. Habían pasado una buena tarde, aunque nunca olvidarían ciertos detalles, que contarían al día siguiente en el recreo al resto de amigos. Quizá tendrían que volver a preguntar a Fermín por aquellas raras palabras, que él les había dicho y que ya casi no recordaban.
Sebastián Barahona Vallecillo